Ella es de un pueblo (se me ocurre que de Ablitas) y viene cada tanto a hacerse rehabilitación en la clínica. Tiene su piso frente al nuestro. A través de las rejas de sus ventanas (para que no se cuelen los gitanos imaginarios) me habla cuando salgo al patio, vestida con mi peor pinta y mi peor humor. Ese suelo solamente se puede limpiar cuando uno está de malhumor. Ahí riego mi energía hormonal. Y ella me habla...
-¡Chaticaaa! ¿Cuántos de familia sois en tu piso?
Al instante, lamento mi parquedad urbana, mi formación de no-dar-datos-a-extraños, mi tirantez de ama de casa advenediza. Miro al suelo. Le cuento que dos. Prosigue su historia, su tiempo, su sonrisa avejentada. Su voz de pueblo, olor a huerta y chistorra en fiestas.
- Yo soy sola. Esta vez, he venido por tres semanas.
Lo sabía porque había visto la luz de la cocina encendida, en paralelo a la nuestra, cuando nunca se ve más que sombras y persianas.
Pongo mi mejor acento local y navarrizado (no va a ser que descubra que soy extranjera y tenga más tela de la que tirar) y la dejo conforme con dos o tres datos. Sigo barriendo.
- Pues, ya sabes. Aquí estoy, pa´ lo que necesiteis.
Desaparece entre dos barrotes finitos. Y pienso que es tan chiquita que podría atravesarlos. Se esfuma su bata y sus rulos de mañana.
La próxima... tal vez.
imagen: www.radona.org
No hay comentarios.:
Publicar un comentario