Sigo dándole vueltas a las verdades minúsculas y mayúsculas.
Esta semana, en Pamplona, se lleva a cabo el juicio del caso Nagore L.: un médico joven mató a una estudiante de enfermería en la madrugada de San Fermín del año pasado. Después de una noche de euforia, y en circunstancias nebulosas, Nagore apareció muerta.
El jucio es oral y lo televisan desde ayer. También están pasando la reconstrucción de los hechos interpretados por el acusado, algo que me parece una falta de delicadeza o un efecto crudelísimo que el espectador de hoy soporta como si de una serie policial se tratara.
Con respecto al jucio, me llamaron la atención las declaraciones de los testigos y del mismo médico. Uno se acostumbra a escuchar gente hablando de sus miserias en público (frente a un juez y en la tele), pero siempre son personas muy lejanas. Esta vez no es que conozca a los implicados, pero al ser gente de Pamplona siento como si se tratara de vecinos o de compañeros. Escucho sus declaraciones y me impresiona que un pueblo tan sobrio y conservador como el pamplonés vea sus pobrezas fiesteras y cotidianas así, con la carne al aire.
Uno de los amigos relataba cómo se habían divertido la madrugada del asesinato. Contaba pormenores tontos, y agregaba: estas son acciones de las que no me enorgullezco. Otros amigos revelaban datos de la relación clandestina de los implicados, frente al médico y su entorno. Todo me remitió al juicio final, y siendo menos apocalíptica, al juicio personal, el del amor (el pleito del alma y el cuerpo, diría M).
Las miserias de esos jóvenes expuestas a la luz, frente a todo su pueblo y su país, me hicieron pensar en que cada uno de ellos, primero, se habrá encontrado cara a cara con su propia verdad: la más íntima y concreta. O, al menos, tendría que haber sido así. También pensé en para qué este tipo de actos públicos, y llegué a la conclusión de que lo que buscan no sólo es aclarar el caso e impartir justicia, sino también romper el efecto de apariencia, el status quo, la corriente negación; algo que, en el día a día, deberíamos hacer los amigos a los amigos si la fiaca o la comodidad no nos ganaran tantas veces la pulseada.
Esta semana, en Pamplona, se lleva a cabo el juicio del caso Nagore L.: un médico joven mató a una estudiante de enfermería en la madrugada de San Fermín del año pasado. Después de una noche de euforia, y en circunstancias nebulosas, Nagore apareció muerta.
El jucio es oral y lo televisan desde ayer. También están pasando la reconstrucción de los hechos interpretados por el acusado, algo que me parece una falta de delicadeza o un efecto crudelísimo que el espectador de hoy soporta como si de una serie policial se tratara.
Con respecto al jucio, me llamaron la atención las declaraciones de los testigos y del mismo médico. Uno se acostumbra a escuchar gente hablando de sus miserias en público (frente a un juez y en la tele), pero siempre son personas muy lejanas. Esta vez no es que conozca a los implicados, pero al ser gente de Pamplona siento como si se tratara de vecinos o de compañeros. Escucho sus declaraciones y me impresiona que un pueblo tan sobrio y conservador como el pamplonés vea sus pobrezas fiesteras y cotidianas así, con la carne al aire.
Uno de los amigos relataba cómo se habían divertido la madrugada del asesinato. Contaba pormenores tontos, y agregaba: estas son acciones de las que no me enorgullezco. Otros amigos revelaban datos de la relación clandestina de los implicados, frente al médico y su entorno. Todo me remitió al juicio final, y siendo menos apocalíptica, al juicio personal, el del amor (el pleito del alma y el cuerpo, diría M).
Las miserias de esos jóvenes expuestas a la luz, frente a todo su pueblo y su país, me hicieron pensar en que cada uno de ellos, primero, se habrá encontrado cara a cara con su propia verdad: la más íntima y concreta. O, al menos, tendría que haber sido así. También pensé en para qué este tipo de actos públicos, y llegué a la conclusión de que lo que buscan no sólo es aclarar el caso e impartir justicia, sino también romper el efecto de apariencia, el status quo, la corriente negación; algo que, en el día a día, deberíamos hacer los amigos a los amigos si la fiaca o la comodidad no nos ganaran tantas veces la pulseada.
1 comentario:
¡Fue una lástima lo que pasó! Y otra es el intento de minimizar la gravedad de los hechos a ver si se consigue que la pena no sea toda la que uno se merece.
¿La alegoría del auto de M. empieza dominar tus pensamientos? Pero tiene mucho sentido.
Besos.
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