viernes, 12 de marzo de 2010

El río sin orillas, 1

Y yo que pensaba que además de mudarnos dos veces, iba a tener tiempo de hacer grandes reformas en mi blog. Una gran ilusa, ya ven, pero también pensaba que a lo sumo iba a escribir millones de impresiones sobre la vida montevideana y nada: un silencio total. Ciertamente la vita nuova entra por todos los poros y se percibe intensamente, pero necesita su tiempo de decantación. Le sumo a esto que estuvimos viviendo en cinco lugares diferentes hasta el lunes, y que a diario contemplamos a nuestro primogénito hacer unas rabiosas pataletas, con todo el desafío concomitante.
Vivir en el aparente espejo de la ciudad de Buenos Aires es una experiencia que cualquier porteño tendría que hacer, porque entonces se daría cuenta cuánto perdimos y cómo éramos. Para empezar, en el lado argentino del río, la gente vive como si no hubiese río, o casi. Hasta los noventa, el paseo por la costanera era un plan familiar. Me acuerdo que íbamos mucho con papá y que uno de los momentos más importantes era cuando nos señalaba el infinito y nos decía: ahí está Uruguay. Yo juraba ver la otra orilla, pero la mitad de las veces me la imaginaba. Creo que pocos padres llevan  hoy a sus hijos a la costanera como lo hacían con nosotros; la ciudad fue creciendo con la ilusión de moderniad cerca del agua (Puerto Madero), pero es un espejismo. En cambio, en la banda oriental la gente abraza el río. Lo quiere tanto que le dice "mar". La gente va hacia el río, camina, trota, se baña en él. Pero como es tan ancho en esta parte, esa apertura al cielo les da la ilusión de que en realidad están metidos en el Atlántico.

Esta experiencia fluminense implica otra: la comunidad con los insectos. El martes saqué tres grillos de mi baño, dos mariposas negras del living y de la clase, y durante toda la semana, fuimos atacados por una bandada de mosquitos, zancudos, camatíes, libélulas y avispas.
Marcha la colección de coleópteros.

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