36 pañales y una escapada romántica

El último paseo en familia lo hicimos en enero de 2010: Florencia. Desde esa vez, sólo viajamos a Buenos Aires y visitamos alguna casa de campo, pero nada de hoteles, mapas y deambular en dulce montón. Como tengo el talón caliente o las patas de perro -según versiones de mi jefa y otros parientes-, planifiqué un paseo para este fin de semana a Colonia del Sacramento: casi tres docenas de pañales de dos tamaños (M y XXG... S. ya usa M con su mes y medio de 6,4 kg), sacamocos, suero nasal (¡viva el otoño!), toallitas húmedas, en fin, ya se imaginarán. Pecé sigue viajando en familia y con dos o tres libros a cuestas. Yo soy de las que abandonó la idea de leer en viajes con menores de tres años, aunque después me arrepiento cuando en el micro de vuelta todos duermen la siesta y yo miro el atardecer.  

Lo de Colonia fue un regalo, un toque necesario en esta vida agitada, y recorrerla con infancia no parlante a cuestas, un ejercicio de filosofía pura: lo único que guió el recorrido fue el asombro. Las actividades fueron,  por ejemplo, saltar las caducas vías del tren, descubrir la vieja estación al lado del río y repetir las palabras aprendidas: tren, perro, agua. Cruzar el puente de la fortaleza y recordar en voz alta a la de Pamplona. Caminar relatando la historia de la ciudad llena de piedras, que es muy vieja y chiquita. Contar los faroles amarillos, recojer hojas quebradizas de plátanos y regalárselos al Jesús del retablo misionero (¡nene!). Saludar a los azulejos en los que bailaban monigotes españoles del siglo XVIII, terminar el itinerario en los juegos de la plaza.

Los viajes con gurises son, por supuesto, recortados y caóticos pero siempre valen la pena. Para ellos fue un cambio de aire necesario; para mi, una escapada romántica que consolidó esta genial idea que tuvimos de ser cuatro.