viernes, 21 de agosto de 2009

La fama imposible

En su delirio de grandeza, pensaba que la placa recordatoria de su domicilio quedaría mal en la puerta de entrada, minimalista y moderna, de la torre de departamentos. Cuando él se muriera, no se podrían hacer visitas guiadas por su pisito de dos ambientes y poca luz aunque, cuando fue a París, vio que las placas recordatorias pululaban en impecables edificios antiguos, verdaderas pajareras para su época.

Tampoco era bohemio ni fascinante el barrio de toda su vida, sino mas bien práctico y comercial. Pero lo peor de todo era el paisaje. En su biografía no habría temporadas de escribir hasta el alba en su cottage de las afueras, a la vera de un camino de piedra negra, con los brezales, el bosque de arces plateados -al cual llamarían Bosque de la Luna- y las colinas y vallecitos disperdigados que acabarían abruptamente en acantilados, sobre la playa de granito y el mar verde.

Por el contrario, sus memorias hablarían de tardes calurosas sin color en la vastedad inmensa e inaguantable; en la casa sin jardín, ni huerto, ni arroyo, ni agua corriente. Ahí sólo habría montes (como llamaban a los montículos de árboles), molinos de agua y suelo raso sin pasto. Alguna laguna hecha por el exceso de lluvia y la depresión de la tierra. Y los trigales, sí, y los maizales y la soja comiéndoselo todo, hasta el punto del infinito, hasta las nubes. En el grado cero del terreno, no habría grandes acantilados, ni caminos rojos, ni colinas. Sólo la grama lisa y llana, dos planos en perfecta simetría. Verde y nada.

Entonces decidió que lo de ser escritor no iba con su perfil. Se metió en finanzas y, durante la Gran Depresión, lo perdió todo.

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