En su delirio de grandeza, pensaba que la placa recordatoria de su domicilio quedaría mal en la puerta de entrada, minimalista y moderna, de la torre de departamentos. Cuando él se muriera, no se podrían hacer visitas guiadas por su pisito de dos ambientes y poca luz aunque, cuando fue a París, vio que las placas recordatorias pululaban en impecables edificios antiguos, verdaderas pajareras para su época.
Tampoco era bohemio ni fascinante el barrio de toda su vida, sino mas bien práctico y comercial. Pero lo peor de todo era el paisaje. En su biografía no habría temporadas de escribir hasta el alba en su cottage de las afueras, a la vera de un camino de piedra negra, con los brezales, el bosque de arces plateados -al cual llamarían Bosque de la Luna- y las colinas y vallecitos disperdigados que acabarían abruptamente en acantilados, sobre la playa de granito y el mar verde.
Por el contrario, sus memorias hablarían de tardes calurosas sin color en la vastedad inmensa e inaguantable; en la casa sin jardín, ni huerto, ni arroyo, ni agua corriente. Ahí sólo habría montes (como llamaban a los montículos de árboles), molinos de agua y suelo raso sin pasto. Alguna laguna hecha por el exceso de lluvia y la depresión de la tierra. Y los trigales, sí, y los maizales y la soja comiéndoselo todo, hasta el punto del infinito, hasta las nubes. En el grado cero del terreno, no habría grandes acantilados, ni caminos rojos, ni colinas. Sólo la grama lisa y llana, dos planos en perfecta simetría. Verde y nada.
Entonces decidió que lo de ser escritor no iba con su perfil. Se metió en finanzas y, durante la Gran Depresión, lo perdió todo.
Tampoco era bohemio ni fascinante el barrio de toda su vida, sino mas bien práctico y comercial. Pero lo peor de todo era el paisaje. En su biografía no habría temporadas de escribir hasta el alba en su cottage de las afueras, a la vera de un camino de piedra negra, con los brezales, el bosque de arces plateados -al cual llamarían Bosque de la Luna- y las colinas y vallecitos disperdigados que acabarían abruptamente en acantilados, sobre la playa de granito y el mar verde.
Por el contrario, sus memorias hablarían de tardes calurosas sin color en la vastedad inmensa e inaguantable; en la casa sin jardín, ni huerto, ni arroyo, ni agua corriente. Ahí sólo habría montes (como llamaban a los montículos de árboles), molinos de agua y suelo raso sin pasto. Alguna laguna hecha por el exceso de lluvia y la depresión de la tierra. Y los trigales, sí, y los maizales y la soja comiéndoselo todo, hasta el punto del infinito, hasta las nubes. En el grado cero del terreno, no habría grandes acantilados, ni caminos rojos, ni colinas. Sólo la grama lisa y llana, dos planos en perfecta simetría. Verde y nada.
Entonces decidió que lo de ser escritor no iba con su perfil. Se metió en finanzas y, durante la Gran Depresión, lo perdió todo.
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